Que vivimos sin poder ver el futuro, como si un impenetrable muro nos separase de él, parece una afirmación que todos darán por buena. Aun así, ocurre a veces un extraño fenómeno: alguien consigue arañar un hueco en ese muro y, asomándose a la rendija, aunque sea de manera muy fugaz, le echa un vistazo al futuro. Algunos de esos vistazos han sido aterradores: 1984, La naranja mecánica, Fahrenheit 451, La isla...
Al leer “Casablanca sin Bogart” es
inevitable acordarse de esas visiones.
Se distingue que un autor (autora, en este caso) no nos está contando un
cuentecillo que se le ha ocurrido mientras tomaba el té sino una poderosa
visión que le atormenta, porque al narrarla necesita reinventarse el
lenguaje. Anthony Burguess sería el caso más extremo, redactando
La naranja mecánica en una
jerga que a ratos parece indescifrable. Ana Durá también se reinventa el
lenguaje; renuncia a las metáforas que otros han manoseado mil veces; aquí
todo es nuevo, sorprendente; aquí los adjetivos juegan a emparejarse con
sustantivos a los que nunca habían dirigido la palabra. No se conforma con
reinventar el lenguaje: reinventa el mundo. Y el mundo de su visión —
aunque no tenga el toque tenebroso de
1984 ni el toque violento de
La naranja mecánica — resulta
sofocante. A medida que iba leyendo me faltaba el aire. No querría vivir
en ese mundo.
Me he acordado de Fa Mulan... tan feliz de poder llevarle a la
familia unos regalos de parte del emperador, regalos que no son para
honrarla a ella, sino a los antepasados...
En este asfixiante mundo que Ana despliega ante nosotros, en lugar de respeto a los antepasados nos encontramos personajes que desprecian el pasado y se burlan de él, que desprecian el esfuerzo de quienes hicieron posibles los libros, las películas, los guiones, las bandas sonoras.
Se creen mejores que ellos.
Un personaje, hablando de un gran escritor cuyo nombre no diré aquí, remata su desprecio con esta frase: “Déjalo que se acabe de pudrir en su tumba, si es que aún queda algo por pudrir”. Al leer esa frase, cerré el libro durante un rato y le pedí socorro a unas latas de cerveza que habían venido a visitarme. Mientras el libro aceptaba sin protestas permanecer cerrado, concediéndome un tiempo para conversar con mi jarra favorita, yo observaba de reojo la portada, observaba el título que ha elegido Ana:
Casablanca sin Bogart...
Habré visto Casablanca seis o siete veces.
Casablanca es como es, con un
Bogart inimitable que se bebe de verdad todo el whisky que aparece en la
película y más, que tiene el corazón casi tan amargado como el personaje
al que da vida, que pronuncia el inglés a su manera única e inconfundible
por culpa de una herida en el labio. ¿Cómo recontrademonios vas a
sustituirlo por otro actor sin que
Casablanca deje de ser
Casablanca?
Ni siquiera se puede cambiar el blanco y negro por un colorido falso. Intenté ver la película coloreada por ordenador y aguanté un minuto antes de huir despavorido. ¿Cómo vas a cambiar a las personas?
Cuando una novela es fruto de una insistente visión también se nota en que nos ofrece imágenes difíciles de olvidar, imágenes que luego se nos aparecen en los sueños:
el rostro omnipresente en 1984
los seres prefabricados de Un mundo feliz
Ana Durá también nos regala una perturbadora imagen, una metáfora grande
y triste, una metáfora de lo que somos: humanos embutidos en un armatoste
de plástico, aislados del mundo y de sus ruidos, aislados de los demás,
incapacitados para sentir en la piel el roce de otra piel. Islas ocultas
bajo la niebla. Islas que necesitan llevar pegado un cartel identificador
porque de no llevarlo pasan a ser bultos, grumos, pegotes, todos grises e
iguales.
Es inevitable acordarse de Burguess, de Bradbury, de Huxley, de Kafka. Es inevitable sentir frío en la espalda.
Me he leído
Casablanca sin Bogart en dos
tardes consecutivas. Ha resultado una lectura inquietante, muy
inquietante.
Gracias, Ana, por haberla escrito. Sólo queda confiar en que los humanos mantengamos un poquito de sensatez, y no dejemos que tu pesadilla se haga realidad. De momento, tras haber leído tu libro, lo que me apetece ahora mismo (aunque suene raro) es volver a ver Mulan.
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