No hace muchos días, emitía la televisión noruega una entrevista en directo al campeón del mundo de ajedrez, el noruego Magnus Carlsen.
Para
sorpresa de medio mundo, en dicha entrevista dijo:
—
No creo que el ajedrez tal como lo conocemos tenga mucho futuro.
—
¿Por qué? — le preguntó el entrevistador, sin disimular el desconcierto que le
había producido esa afirmación.
—
Amén de otras razones, porque los motores informáticos de análisis nos han
permitido estudiar las aperturas muy a fondo. Cada vez es más difícil encontrar
líneas que sorprendan al rival, de modo que cada vez es mayor el porcentaje de
partidas que acaban en tablas. Hay que evitar esto como sea. Un deporte en el
que lo más normal es empatar no puede despertar el interés de nadie.
—
¿No basta con jugar partidas más rápidas?
—
No. De ese modo lo único que se consigue es que uno de los dos pierda por culpa
de un error. Lo que hay que conseguir es justo lo contrario: que uno de los dos
gane por una genialidad inesperada, por una jugada nunca vista que nos deje con
los ojos como platos.
—
¿Y eso cómo puede conseguirse?
—
No sé, no sé… A veces pienso que, en lo que se refiere a la alta competición,
lo mejor sería abandonar el reglamento clásico y jugar con el sistema
Random–Fischer.
Y
ahora ustedes se estarán preguntando “¿Y eso qué es”?
Para
contestar, hagamos un poco de historia. Vayamos con la imaginación a septiembre
de 1972. Bobby Fischer, el excéntrico ajedrecista al que dedicamos el primer
artículo de este laberinto llamado ajedrez, acaba de ganar el Campeonato del
Mundo contra un rival que parecía inalcanzable, Boris Spassky. Paralelamente,
en la Unión Soviética comienza su durísimo plan de entrenamiento un joven de
cuerpo enclenque y mente vigorosa: Anatoly Kárpov.
Así
que la Federación Internacional (FIDE) pone en marcha los preparativos para que
en 1975 se enfrenten por la corona mundial, previsiblemente en Filipinas, uno
de los ajedrecistas más agresivos de la historia, Fischer, contra uno de los
más sólidos defensas posicionales, Kárpov. Todos dan por hecho que va a ser un
duelo colosal. Pero el destino tiene otros planes. Fischer se niega a jugar si
no se atienden una serie de demandas, que esta vez van más allá de sus habituales
reclamaciones sobre la anchura de las sillas, la intensidad de la iluminación o
la cuantía de los premios: esta vez quiere modificar el reglamento. Y la
Federación Internacional, que mantiene casi intacto el reglamento tal como lo redactó
Luis Ramírez de Lucena en 1427, no está dispuesta a semejante sacrilegio.
Lo
primero que quiere cambiar Fischer es el control de tiempos. Todos sabemos que
una partida amistosa se puede jugar sin reloj y todos aceptamos que, si un
contrincante es un poco lento, el otro no debe enfadarse por ello. En una
partida de competición esto es impensable: se juega bajo un control de tiempo
muy estricto, de modo que los minutos que cada jugador se pasa cavilando su
jugada se deben computar por separado. En los siglos XVII y XVIII esto se
hacía, mal que bien, utilizando dos, cuatro o incluso seis relojes de arena por
partida, lo cual era incómodo e inexacto. Se pasó después a los relojes
mecánicos con dos esferas y dos pulsadores. En estos, cada vez que un jugador
termina su movimiento y acciona su pulsador, se pone en marcha el reloj del
rival y se detiene el suyo.
Cuando
Fischer se niega a seguir jugando con el reglamento vigente, la FIDE se está
planteando acabar con las partidas de cinco horas y establecer por norma las
partidas de tres, de modo que cada jugador tenga 90 minutos para jugar toda su
partida; si consume ese tiempo antes que el rival, pierde. Fischer entiende —es
lo mismo que acaba de declarar Carlsen —que de esta manera lo único que se
logra es que los jugadores cometan errores groseros en las partidas de muchos
movimientos. Una partida de treinta movimientos, claro que se puede jugar
disponiendo de 90 minutos por jugador, pero… ¿qué hacemos con esas partidas en
las que sigue habiendo sobre el tablero una lucha encarnizada después del
movimiento 60, o el 70, o el 80…?
Fischer
inventa el “Reloj-Fischer-Digital”: los relojes no llevan agujas sino cifras. Al
comienzo de la partida podemos tener 01:30:00 en cada pantalla, o sea, una hora
y media para cada jugador. Cuando el blanco completa una jugada y acciona su
pulsador, no sólo se pone en marcha el reloj del negro y se para el reloj del
blanco, sino que además en la pantalla del blanco “aparecen como por arte de
magia” treinta segundos adicionales que se suman a los que le quedaban
disponibles. De este modo, cuantos más movimientos completa un jugador, más
segundos adicionales va acumulando en su reloj; así, quienes jueguen partidas
muy largas, tendrán mucho tiempo.
Lo
segundo que quiere cambiar Fischer —vuelve a ser lo mismo que denuncia Carlsen
en su entrevista — es el modo en que los jugadores profesionales empiezan las
partidas: repitiendo de memoria secuencias de movimientos que están vistas y más
que vistas. Por ejemplo, en una “Defensa Berlinesa” o en una “Defensa Siciliana”
nos podemos ir hasta el movimiento 15 o 16 o 17 sin que pase nada que no haya
pasado ya en cientos de partidas anteriores. Fischer quiere evitar esto de
golpe y porrazo. ¿Cómo? Sorteando la posición inicial de las piezas cinco
minutos antes de empezar la partida, de modo que no puedas jugar de memoria, de
modo que tengas que pensar desde el primer instante. Los ocho peones empiezan
donde lo hacen normalmente, pero las demás piezas — siempre manteniendo la
simetría por columnas entre el blanco y el negro, siempre respetando que el Rey
debe tener una Torre a cada lado y siempre respetando que debe haber un Alfil
de cada color — se colocan “donde dicte la suerte justo antes de empezar”. De
ahí el nombre Random-Fischer. Random se puede traducir por “aleatorio”. Como
las posiciones iniciales posibles son 960, a veces también se llama
Ajedrez-960.
Aquí
tenemos un ejemplo, junto a la posición inicial acostumbrada.
¿Reaccionó
Fischer aceptando jugar con el reglamento vigente y dejando los cambios para
mejor ocasión? Tampoco. La terquedad formaba parte de su forma de ser como las
branquias forman parte del pez.
Así,
en 1975, Kárpov se proclama campéon del mundo sin haber jugado una sola partida
contra Fischer, que se negó a volver a participar en torneo alguno.
Pero
pasan los años y lo que parecía imposible deja de serlo. Así, el Reloj-Fischer se
viene usando como la cosa más normal del mundo desde 1994.
Y
ahora llega Carlsen y sorprende al mundo diciendo que también deberíamos
adoptar la otra gran idea de Fischer: el ajedrez de inicio aleatorio, y eso
siendo una propuesta que a él personalmente le perjudica, dado que en el ajedrez
clásico no tiene rival mientras que en el aleatorio pierde de vez en cuando.
Sonríe y añade: “Eso demuestra que tengo razón”.
De
donde se deduce que también la tenía Fischer, el visionario, el adelantado, el
que concibió estas ideas allá por 1972.
Nadie pensó que Copérnico tuviese razón cuando explicó que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol y no al revés, nadie entendió que Gregor Mendel hubiera hecho otra cosa más que malgastar su vida con sus absurdas investigaciones genéticas, nadie creyó que Alfred Wegener estuviera en su sano juicio cuando propuso la hipótesis de la deriva continental, nadie se tomó en serio a Ignacio Semmelweiss cuando afirmó que lavarse las manos disminuiría las infecciones, nadie imaginó que los cuadros de Vincent van Gogh se acabarían librando del vertedero, nadie apostó por publicar “esas tontas aventuras de unos niños que estudian magia” cuando J K Rowling ofreció “Harry Potter” a una primera editorial, nadie creyó en los Beatles cuando grabaron su primera maqueta, nadie pensó que un ratón orejudo tuviese la más mínima oportunidad de triunfar cuando Walt Disney presentó al público sus bocetos de Mickey Mouse, nadie tuvo fe en que Casiuss Clay pudiera llegar a ganarle alguna vez a alguien cuando empezó a entrenar con doce años y cuarenta kilos… Tampoco creyó nadie en el buen criterio de Bobby Fischer.
Pero
el tiempo — como si quisiera recordarnos que es un gran estratega — siempre
acaba poniendo cada pieza en su sitio.
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