Hay un fenómeno que lleva años sorprendiéndome: una y otra vez oigo contar la historia de cómo fue inventado el ajedrez, y para mi infinito asombro una y otra vez la oigo contar incompleta. Es como si alguien relatase las andanzas del esforzado don Quijote y nos dijese que tras volver de su primera aventura decidió quedarse en casa.
Permitidme que sea yo quien os narre
esta interesante leyenda, sin omitir detalle y sin apartarme de la verdad… O al
menos, que no es poco, dejadme que os la repita tal como un viejo profesor de Sajón
Antiguo me la contó a mí en un pub irlandés, mientras la lluvia golpeaba los
cristales como si quisiera entrar a beber algo.
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A finales del siglo V, al sur del imperio
Gupta, vivía el rey SherHam, cuyo nombre nos recuerda al tigre que aparece en el
libro de la selva, aunque vivió mil años antes. Dirigió un ejército invencible,
que impuso su ley en toda la región que ahora ocupa el centro de la India. Pero
por muy imbatible que sea un ejército, puede sufrir bajas. Y así, recién
comenzado el siglo VI, el hijo mayor del rey murió en el campo de batalla, lo
que llevó a SherHam a encerrarse en su palacio y a desentenderse del mundo,
abatido por una inmensa tristeza.
“No solo estoy triste por la muerte de mi hijo” — le confesó a uno de sus consejeros, Sissa, a quien todos conocían como <<el hijo del astrónomo>> — “sino también porque ahora me doy cuenta de que he vivido entregado a la guerra, cuando habría sido más juicioso haber vivido entregado a la paz”.
Decaído y amargado, el rey se iba a pasar las
noches junto al río, y allí permanecía hasta el amanecer, mirando el reflejo de
la luna en el agua. Sissa se propuso a sí mismo inventar un juego tan
fascinante que lograse despertar el interés del rey, y una mañana se presentó
en palacio con su invento. Le mostró a SherHam el tablero con sus noches y sus
días y dispuso sobre él dos ejércitos, uno de piezas blancas contra otro de
piezas negras.
— Al frente de cada ejército hay un Rey —
explicó Sissa — pero la pieza más poderosa no es él, sino la Reina. Las Torres
en los extremos representan la fortaleza de los elefantes y las murallas, las
Cabezas de Caballo representan la movilidad de los arqueros de Caballería, que
pueden alcanzar con sus flechas a quien no lo espera, y las piezas más pequeñas
representan a los soldados que avanzan a pie, paso a paso.
— ¿Y estas dos figuras alargadas?
— Representan a los ministros, por eso se
mueven siempre de medio lado, sin dar la cara.
— ¿Y qué has pretendido con este juego?
— Mi objetivo ha sido crear un juego que
exija a quien lo practique las mismas virtudes que exige la guerra, pero…
— ¿Pero…?
— Pero aquí no muere nadie, Majestad.
El rey aprendió las reglas que gobernaban el
juego, aprendió a resolverlo con gran acierto y, al menos en parte, le mantuvo
la mente ocupada y le aplacó el dolor que padecía, de modo que un día llamó a
Sissa y le dijo:
— Quiero recompensarte por haber inventado
un juego tan justo y tan oportuno. Pide lo que quieras. Sabes que soy un rey
muy poderoso, puedo concederte cualquier capricho que se te ocurra.
— Majestad, bien sabéis que todo, lo que se
dice todo, no podéis concederlo. Tal vez deberíais ser más humilde.
— No seas impertinente y dime cuál ha de ser
tu recompensa.
— Majestad, tan sólo quiero que me devolváis
el tablero de juego, pero lleno de granos de trigo…
— ¿Granos de trigo?
— Sí. Un grano en la primera casilla, dos en
la segunda, cuatro en la tercera, ocho en la cuarta…
— ¡Basta! No hace falta que sigas. Dieciséis
granos en la siguiente y luego treinta y dos…
— Así hasta completar el tablero.
— ¡He dicho que basta! Me ofendes con tu
ridícula petición. Nos menosprecias a mí y a todo el reino pidiendo esa
tontería. Insultas la gratitud de un rey pidiendo esa miseria en lugar de pedir
un palacio o mil caballos o una tinaja llena de piedras preciosas. Si tan sabio
eres, deberías haber mostrado más respeto ante la bondad de tu soberano.
Quítate de mi vista. Haré que un sirviente lleve a tu casa un saco de trigo.
El rey llamó a su intendente, le explicó la
petición de Sissa y le mandó a cumplirla. Al caer la tarde volvió a llamarlo y
le preguntó si ya le habían llevado el trigo al hijo del astrónomo.
— La verdad es que no, Majestad. Los seis
mejores matemáticos del reino se han reunido para calcular la cantidad de trigo
solicitada. Confían en tener la cuenta terminada antes de que amanezca.
— Menuda estupidez. Si no basta con un saco,
que le den tres o cuatro.
— Parece ser que son muchos más de cuatro,
Majestad.
A la mañana siguiente, le presentaron los
cálculos al rey: “Los granos de trigo solicitados por Sissa son 1+2+4+8+16+32 y
así hasta completar los correspondientes a la casilla 64. Esto puede escribirse
así: 20+21+23+24+…+263.
El resultado de dicha suma es el número más grande que hemos visto en nuestra
vida: 18.446.744.073.709.551.615.
— ¿Qué significa ese número?
— Significa que no podéis cumplir el deseo
de Sissa. La cantidad de trigo solicitada está muy por encima de la cosecha de
este año. De hecho, está cincuenta mil veces por encima. Necesitaríais reunir
la cosecha de cincuenta mil años. Y si pudieran traernos el trigo que se
produce en toda la Tierra, aun así haría falta reunir, al menos, todas las
cosechas de mil años. Lo sentimos, Majestad, lo que os ha pedido Sissa está más
allá de vuestro poder.
Y aquí suele acabarse la historia… pero
la historia sigue.
El rey mandó retirarse a los matemáticos y
se fue a buscar consuelo al lado de su esposa, a la que contó lo sucedido.
— Voy a tener que llamar a Sissa y decirle:
“Me has dado una buena lección. No puedo entregarte todo el trigo que me has
pedido”. Pagaría cualquier recompensa a quien encontrase la manera de evitarme
semejante ridículo.
— Pues vas a tener que darme la recompensa a
mí, porque se me ha ocurrido una solución bien sencilla.
— A ti no puedo darte recompensa alguna:
todo el mío es tuyo de antemano.
— Dile a Sissa que no tienes inconveniente
en entregarle la cantidad solicitada de granos de trigo, pero que debe
contarlos él mismo para garantizar que la cifra sea la correcta. Si es un
número tan grande como dicen tus matemáticos, se morirá de viejo antes de
acabar la tarea.
Y aquí es donde otras personas ponen el
fin de la historia… pero la historia sigue.
El rey ordenó que encerrasen a Sissa en una
celda con un tablero y que le fuesen llevando nuevos sacos de trigo a medida
que acabase de contarlos. Y así estuvo Sissa durante el tiempo que va de una
luna llena a la siguiente, encerrado en la celda y contando granos. Pero el rey,
al ver la luna llena, que está siempre tan triste, se acordó de su propia
tristeza y se apiadó de Sissa. Fue a la celda y ordenó que la abriesen. Entró y
se lo encontró empezando a contar el quinto saco. Sissa levantó la vista y
dijo:
— Enhorabuena, Majestad, veo que habéis descubierto
el gran secreto de mi juego.
— ¿A qué te refieres?
— A vuestra jugada maestra: hacerme contar
los granos a mí mismo.
— No ha sido mi jugada maestra. Ha sido idea
de mi esposa.
— Vuestra esposa… Sí… Es un error en el que
solemos caer los más grandes sabios. Subestimar a las mujeres. O subestimar la
intuición.
— Dices que soléis caer en ese error…
¿quiénes?
— Los más grandes sabios.
— ¿Y tú eras el que quería enseñarme
humildad a mí?
— Bueno... Tal vez debería empezar por
aprenderla yo.
— ¿Por qué no me pides un regalo razonable
y nos olvidamos de este asunto?
— La verdad es que siempre he soñado con
tener una casa al lado de la biblioteca.
— ¿Ves qué fácil era? Una casa al lado de la
biblioteca. Concedido. Por cierto, ¿qué era eso que dijiste antes, el gran
secreto de tu juego?
— Deja que el rival se confíe, deja que
piense que es más listo que tú, deja que haga sus mejores jugadas. Y luego
úsalas en su contra.
— Interesante.
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Dicen que durante los años que siguió
reinando, ganó SherHam cientos de batallas aplicando este secreto, pero la
leyenda no aclara si dicha afirmación se refiere a que volvió a caer en la tentación
de la espada o si se refiere al juego que inventó Sissa, tan implacable y
difícil como la guerra, pero sin que muera nadie.
La leyenda no lo aclara, y el profesor irlandés
tampoco. Apuró su tercera pinta de Guinness Draft, se subió el cuello del
abrigo y se marchó del Bleeding Horse sin sacarme de dudas.
En la noche irlandesa seguía lloviendo
como si Dios se arrepintiese de haber parado el diluvio.
“Para
atreverme a salir a la calle tendría que ser un vikingo”, pensé.
— Un tablero de ajedrez no nos vendría
mal— le dije al camarero.
— Mira que saco uno y te gano ahora
mismo dos partidas.
— Te voy a decir tres cosas: saca el
tablero, ábreme otra botella de Plain Porter y hazte a la idea de que vas a
morder el polvo.
— Como no muerda un charco.
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