Las banderas son preceptivas: Kasparov juega bajo bandera rusa
y Deep Blue bajo bandera estadounidense.
Menos escuetas son las valoraciones del dato.
Algunos, deben ser especímenes con un sexto dedo en forma de joystick, se lo tomaron como una victoria de sus congéneres de silicio. Otros, humanistas, filósofos y especies afines en peligro de extinción, distinguieron los contornos del monstruo inorgánico que se dispone a ejercer de especie dominante. Unos pocos, visionarios, abducidos e inadaptados, lo entendieron como el advenimiento de una nueva era, coincidente con el cambio irreversible de milenio. La mayoría, atentos a los goles de su equipo favorito, a las ofertas de Citroën y a las torpezas de los ministros, siguieron madrugando y sobreviviendo como si el asunto no tuviese nada que ver con ellos.
Ahora que algunos me han recordado la segunda parte de esta historia (Deep Fritz ganó a Kramnik en noviembre 2006) intentaré matizar, insinuándolo apenas, qué parte de razón asiste a cada uno de ellos; a los cyborgs, a los eruditos, a los iluminados y a los que consienten que su felicidad dependa de un gol ajeno.
El matemático Alan Mathison Turing (Londres, 1912-1954) fue un personaje muy especial: autodidacta del violín, pionero de la computación, explorador de las fronteras de la lógica formal, asiduo del ajedrez, corredor de fondo y humorista. Combinó estas tres últimas facetas en la invención del "ajedrez vuelta a la casa": si tras mover das una vuelta a la casa y regresas antes de que el oponente haya movido, puedes volver a mover.
En el terreno de la seriedad, elaboró en 1951, junto con Claude Shannon, el primer programa evaluador de posiciones ajedrecísticas, basado en ocho parámetros que, con las rutinas de procesamiento disponibles entonces, sólo podían calcularse en profundidad dos: el tablero siguiente al movimiento y otro más.
En esas mismas fechas demostró - inesperado corolario al teorema de Kurt Gödel - que es imposible construir un proceso algorítmico capaz de decidir si una proposición o su negación son demostrables en un sistema formal dado.
Sigue siendo famoso únicamente por el concepto "máquina de Turing", pero podría serlo por otros diez o doce motivos y, entre ellos, puede afirmarse que fue el primero en reflexionar seriamente sobre Inteligencia Artificial.
Pretende ésta lograr que una máquina piense, y como podemos estar discutiendo hasta la próxima glaciación "qué es pensar", también podemos discutir inacabablemente si se logrará construir tal máquina o no.
En cualquier caso, no tardaron en intentarse aproximaciones parciales: una máquina que hable, una que sepa componer música, una que sepa traducir al inglés un texto ruso, una que juegue damas, backgammon, ajedrez... Es este último - ¿cómo iba a ser otro? - el juego que Alan Turing elige para plantear la pregunta crucial, redactada por el propio Turing como sigue: "¿estaremos algún día en condiciones de diseñar un algoritmo capaz de evaluar una posición ajedrecística dada, de tal modo que pueda decidir, en un tiempo finito, cuál es la jugada óptima?".
La pregunta debe ser entendida al pie de la letra: la palabra "óptima" en su sentido absoluto, y la restricción temporal finita para antes de nada dilucidar si el problema propuesto implica tiempos de cómputo polinómicos, logarítmicos, cuadráticos, exponenciales o inabordables. Y, por supuesto, lo que se cuestiona es un algoritmo pensante, no un almacén de datos.
Pero nadie la quiso entender. Tanto los programadores como los ingenieros - y bien sé que me toca una parte de culpa - tradujeron la pregunta a su gusto: "¿podemos hacer un programa de ajedrez que le gane al campeón?". Traducción tan grosera y patosa como reveladora de la naturaleza humana.
En 1997 creyeron salirse con la suya. Y después de haberle ganado a Kramnik - que es tan duro de pelar como lo fue Kasparov - se lo deben creer más aún.
Pero la pregunta de Turing sigue sin respuesta aunque ganen cien mil partidas.
Me explico: la potencia de juego desplegada por Deep Blue no descansa en un buen algoritmo de exploración y poda del árbol de jugadas ni en una versátil función evaluadora de los tableros finales de cada rama, sin entrar en que la poda sea o no heurística ni en si la evaluación es o deja de ser paramétrica. Lo importante es que la capacidad de juego de Deep Blue no descansa ahí, sino en el hardware del equipo. La velocidad de procesamiento, la velocidad de transmisión, la arquitectura paralela, los dispositivos de almacenamiento masivo, los cabezales capaces de leer esos dispositivos a ritmo inimaginable... ¡Ellos!, ellos son los que han hecho posible ese 3'5 a 2'5; no la calidad del programa evaluador de tableros, que en muy poco supera las capacidades del humilde Chessmaster a igual profundidad de análisis.
Deep Blue no lleva en sus entrañas un programa que le permita pensar, sino una base de datos tan colosal que le evita pensar. Una inmensa base de datos con cientos de millones de tableros ya evaluados y una circuitería capaz de leer lo suficientemente rápido como para recorrer la base en un parpadeo y saber la respuesta asociada a cada tablero sin tener que pensarla por sí mismo. Y el novedoso Deep Fritz es más de lo mismo: treinta y ocho millones de partidas de gran nivel almacenadas en memoria y capacidad para leer un par de millones de tableros por segundo.
¿Es Deep Blue la respuesta a la pregunta de Turing? ¿Lo es Deep Fritz? No; más bien estos artefactos son justo lo contrario. ¡Justo lo opuesto de lo que soñaron Boole, Tarski, Turing, Babbage y otros precursores!
Dicho con otras palabras: no es verdad que Kasparov o Kramnik hayan sido derrotados por un ajedrecista cibernético mejor que ellos; por un programa genial que fusione la depurada sobriedad de Petrosian con la magia resplandeciente de Capablanca, un programa en el que brillen juntas la sapiencia técnica de Steinitz y la intuición extrasensorial de Morphy; un Maestro electrónico que ataque como Fischer y defienda como Karpov, que improvise como Kortchnoi y arriesgue como Tahl, que mezcle en su juego las sutilezas posicionales de Smyslov y el cálculo milimétrico de Bottvinik, el desarrollo sin fisuras de Reshevski y el espíritu aventurero de Reti; un programa capaz de sacarse de la manga genialidades nunca vistas, como si fuese un Marshall, un Zukertort, un Anderssen, un Alekhine, un Bird, un Spassky, un Anand. Un prodigio ante el que hubiésemos llorado de emoción cuantos recibimos del Altísimo un alma cuadriculada en blanco y negro.
¡Pero nada de eso! Han perdido ante un programa que no es mejor - ni muchísimo menos - que otros diez o doce, pero que va sostenido por una circuitería apabullante. Una circuitería de procesamiento en paralelo que le permite descender en su exploración hasta profundidades abisales.
¡Pero mirándolo todo! ¡A lo bruto! ¡A lo bestia! ¡Sin descartar ni una rama! ¡Sin detenerse a evaluar salvo en casos de emergencia! Comparándolo todo con su monstruoso arsenal de jugadas preparadas de antemano.
Sin pensar.
Que es de lo que se trataba...
Es patética la afirmación de que Deep Fritz puede alcanzar el nivel cuarenta de profundidad en sus análisis durante una partida.
Es triste y ridícula la afirmación de que puede analizar todo cuanto va a a ocurrir durante las próximas cuarenta jugadas.
Ese es su nivel promedio de lectura, ¡no de análisis!
Un programa que en capacidad analítica no supera ni de lejos al diminuto Genius de Richard Lang, pero implementado sobre un mamotreto que lee rapidísimo y juega con todos los libros de ajedrez del mundo desplegados sobre la mesa, copiados íntegros en su base de datos, tan extensa como la biblioteca de Alejandría.
Y esto no es todo. Puedo rizar el rizo con algunos ejemplos.
En su segunda partida, Kasparov se adentra en los pantanosos territorios de la complejísima variante Smyslov de la apertura española (9.- .., h6). Cualquier rival humano sentiría mucho frío en la espalda. Deep Blue sólo siente indiferencia: lleva en su base de datos todas las jugadas y todas las recomendaciones del propio Smyslov. Puede seguir jugando de memoria.
Es Kasparov el que asume un terrible riesgo al meterse en esos barrizales; a Deep Blue le dan igual el barro, el desierto o la alta montaña. Lleva equipaje para todo.
Cuarta partida: Kasparov se tira de cabeza en algo más extravagante aún: la variante Prybil de la Caro-Kann. Cualquier rival humano se quedaría perplejo, empezaría a sentir miedo del Ogro de Bakú y tardaría un rato en recomponerse el cerebro.
A Deep Blue le es imposible sentir miedo o perplejidad. Las partidas de Joseph Prybil también están en su base de datos de apertura. Les echa un vistazo y es Joseph Prybil - desde dondequiera que esté su alma y jugando su apertura favorita - quien mueve contra Kasparov.
Otro ejemplo: en esa cuarta partida se acaba llegando a un final, peones aparte, de rey y torre contra rey y torre. Pues bien, al alcanzar posiciones tan simplificadas se activa una nueva base de datos, pacientemente desarrollada por Ken Thompson, que contempla todos los finales - ocupa un par de miles de Megabytes - de cinco o menos piezas. Se acabó la guerra. A partir de aquí, la palabra "error" desaparece del vocabulario de Deep Blue. A partir de aquí, su juego es perfecto, sus jugadas son todas inmejorables. Pero no porque piense. Sino porque se lo han dado ya pensado.
Pobre Kasparov: aún siguió intentando el milagro durante varias jugadas antes de aceptar las tablas.
Lo diré de refilón: en el caso de Deep Fritz, esa base de datos - ha colaborado en ello el español Illescas - se ha ampliado: ahora ocupa 160 Gigas e incluye todos los finales de seis piezas. Si aspiras a ganarle al monstruo, ha de ser antes. Llegados a un final de, pongamos por ejemplo, rey y pareja de alfiles contra rey, torre y caballo, el ente plástico lo va a jugar efectuando cada movimiento de forma instantánea, ajeno al cansancio y sin error posible. Si existe una secuencia ganadora, no es que la vaya a encontrar; es que ya la lleva impresa en sus entrañas, lista para su ejecución.
Y el mejor ejemplo de todos: algunos ilusos quieren creer que la máquina hizo caer a Kasparov en una trampa durante la apertura de la sexta partida. ¡Menos lobos, Caperucita! Las jugadas que hace Deep Blue con blancas en la sexta partida
(1 e4, c6 2 d4, d5 3 Cc3, dxe4 4 Cxe4, Cd7 5 Cg5, Cgf6 6 Ad3, e6
7 C1f3, diagrama h6?? 8 Cxe6 ganadora... )
son de un viejo análisis de los tiempos en que Kasparov y Karpov se jugaban la vida a orillas del Guadalquivir.
¡Y este análisis también se lo habían hecho memorizar a Deep Blue, precocinado y ultracongelado, listo para recalentar y servir en el plato!
Kasparov cae en una trampa que él mismo y su equipo de analistas habían urdido hacía 20 años con la esperanza de que Karpov cayese en ella; por cierto, como maestro que era en el ajedrez defensivo, Karpov no cayó.
Kasparov, atacante a muerte, kamikaze del ajedrez a sangre y fuego, sí que cae.
Y esa celada en la que el pobre Kasparov se cae de bruces, junto a todas las que hayan elaborado los ajedrecistas humanos a lo largo de siglos, están ordenadas y numeradas, una a una, en el cerebro - es un decir - de Deep Blue. De haber sido una estratagema original, en verdad tramada por un proceso intelectivo de Deep Blue, Kasparov habría sido el primero en romper a aplaudir. Lo que hace es quedarse pasmado y mirar, al borde de las lágrimas, a su madre, sentada como siempre en primera fila. Le balbucea algo en ruso. Algo que nadie en la sala puede entender. Yo tampoco hablo ruso pero imagino qué le dijo: "Mira, mamá, recuerdos de Tolia".
Tolia. Apelativo cariñoso para referirse a quienes se llaman Anatoly.
Como es el caso de Karpov.
Me consta que Karpov, rival incombustible de Kasparov durante décadas, no se alegró al enterarse de la metedura de pata de su eterno rival.
Anatoly Karpov es un tío listo: sabe distinguir entre rival y enemigo. Aún hay clases.
Así gana este engendro metálico: copiando lo que pensaron otros.
No sé cómo llamarlo; hay cuatro palabras entre las que no logro decidirme: estafa, timo, engaño, fraude. Aunque, después de todo, quiza debiera llamarse plagio.
Concluyendo: entre la aventura intelectual propuesta por los pioneros de la IA y el batiscafo azul de IBM hay la misma distancia que entre el Spirit of St Louis de Charles Lyndbergh y una cabina de simulación de vuelo con aire acondicionado y refrescos.
El Deep Fritz es otra cabina virtual; sólo cambian los letreros, que ahora están en alemán.
Me encantaría saber hasta qué punto son conscientes de todo esto los ajedrecistas en general - a veces me invade la terrible sospecha de que les importa un bledo - y Kasparov y Kramnik en particular.
Mientras espero a ver si alguien escribe un comentario y me resuelve la duda, salgo del procesador de texto. Voy a echarme una partidita de ajedrez. Con el Chessmaster, con el Genius o con el Fritz, poco importa. Después de todo, si juego con sus propios análisis a la vista en la pantalla y con unos cuantos libros sobre la mesa, juro que puedo ganarle de vez en cuando a cualquiera de los tres.
Ya, ya, ¿qué me va usted a decir?, claro que es una manera poco elegante de ganar. Pero quédese tranquilo que no se lo contaré a nadie.
Y si Turing nos reprende desde la tumba a mí, a los ingenieros de IBM o a los programadores de ChessBase, ya sé lo que voy a responderle: que no se enfade con nosotros, que no se irrite, que no se lo tome tan a pecho; que al fin y a la postre, tanto mis partidas caseras como las que juega Don Profundo no son más que una broma, una guasa, una chacota, una mentirijilla, un divertimento para gentes a las que no les importa que algún gol, de vez en cuando, se meta con la mano; siempre y cuando sea a favor de su equipo.
Un ejercicio de humor.
Igual que lo era su "ajedrez vuelta a la casa". Pero menos original y con corbata de domingo.
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