jueves

5: El calendario imposible


El fenómeno astronómico más fácil de ver es la salida y la puesta del sol. Hasta aquí, no creo que haya muchas discusiones, salvo las que pueda plantear alguien que viva cerca del polo.
De ahí que la unidad más básica de todas a la hora de medir el tiempo sea el día.

En segundo lugar, el fenómeno astronómico más llamativo, fácil de ver sin instrumentos, sin riesgo de quemarse los ojos y relativamente fácil de cronometrar, es el ciclo lunar, en el que todos distinguimos cuatro fases salvo los mayas que distinguen seis. De ahí que la humanidad empezase por usar calendarios lunares, como consta en las tablillas legadas a la posteridad por la civilización babilónica, cuyo calendario, el más antiguo del que tenemos constancia escrita, estaba basado en meticulosas observaciones de la luna. Asumimos por tanto que la segunda unidad es el ciclo lunar o mes.


Ya tenemos un problema que resolver. Hemos empezado por aceptar la unidad “día”. Si el ciclo lunar fuese múltiplo exacto, por ejemplo, si un ciclo lunar durase veinte días justos, nuestro calendario sería menos extravagante. Por desgracia para los que tenemos el cerebro más cuadriculado que el cubo de Rubik, el tiempo invertido en una lunación es variable y está comprendido entre 29’27 y 29’83 días, siendo el mes lunar medio de 29’53059 días, según la NASA.

Inciso muy interesante:
La Torá (Rosh Hasaná 25a) establece la duración del día lunar en estos términos
La luna se renueva en 29 días y medio (doce horas), dos tercios de una hora, y setenta y tres fracciones.
Como la tradición judía establece que una hora sea dividida en 1080 fracciones, un cambio elemental de unidades nos da el mismo resultado que a la NASA: 29'53059 días, de donde se deduce:
-- opción a: para una mente religiosa, que la Torá es en verdad revelación divina. Opción indemostrable y que como tal debe ser aceptada o rechazada a título de axioma.
-- opción b: para una mente llena de ciencia ficción, que o bien un viajero temporal del futuro o bien un extraterrestre se acercó a saludar a Moisés y le entregó graciosamente ese dato. En términos de criminalística, los partidarios de esta opción ni han encontrado el arma homicida ni saben los motivos del crimen.
-- opción c: para una mente científica, que alguien supo calcular esa cifra hace grosso modo 3300 años. ¿Imposible? ¿Inexplicable? Nada de eso. Los mayas también supieron calcularla.

Seguimos.
Como el ciclo lunar se aproxima bastante bien a 29 días y medio, meses alternativos de 29 y 30 días provocan un error razonablemente pequeño si solo nos fijamos en las fases lunares. Si también nos fijamos en la porción de cielo que atraviesa la Luna y llamamos mes al tiempo que tarda en volver a pasar por el mismo sitio, entonces un mes se aproxima más a 29’3 días que a 29’5 días. Y entonces el error es muy notorio.

Los babilonios – y otros – ajustaron sus calendarios lunares a lo que se ve en el cielo añadiendo un día cada 30 meses, lo cual no anula el error pero lo empequeñece tanto que nos podemos olvidar de él durante siglos.

Y entonces llegaron los egipcios.


A los egipcios les daba igual el aspecto que ofreciese la luna (y eso que en ningún sitio brilla con tanto esplendor como en las frías noches del desierto...). Lo que les importaba era predecir con la mayor exactitud posible cuántos días faltaban para la siguiente crecida del Nilo, base de su economía sembradora, que a su vez va a ser la base de un invento capaz de desquiciar al matemático más paciente: el calendario solar.

Primero, observaron que las crecidas se repetían siguiendo ciclos de entre 350 y 380 días. Al primero que sugiriese la cifra “365” imagino que le contestaron que se la había sacado de la manga. Pero durante la misma fase lunar en que llegaba la crecida, ocurría un fenómeno muy espectacular al amanecer: después de muchos días siendo invisible, había una estrella muy brillante (hoy la llamamos Sirio) que se veía al este durante un "ratito" y que enseguida era tapada por el brillo solar. Precisamente para medir ese "ratito" empiezan los egipcios por dividir la duración de la noche en 12 "periodos de tiempo" y por extensión la del día entero en 24. A esos periodos de tiempo ahora los llamamos horas; otro invento heredado de Egipto.

Bien. ¿Por qué no apuntamos cuántos días transcurren desde que ese fenómeno ocurre por primera vez hasta que pasadas la cosecha y el invierno vuelve a ocurrir? Resultado: 365 días. Podíamos ponerle nombre al conjunto de 365 días. Vale: vamos a llamarlo año.

El número 365 es muy bonito, sí, pero indivisible por las cifras heredadas del calendario lunar, que son 29 y 30.
Primera solución, que los egipcios usaron durante cerca de un milenio: el año de 365 días se divide en 12 meses de 30 días, lo que nos da 360, más otros 5 días aparte que podemos dedicar a festividades, más o menos lúdicas, más o menos religiosas.

Los mayas hicieron la misma cuenta. Según ellos, la hicieron en fechas parecidas ya que empiezan a contar su calendario de cuenta larga en el 3113 antes de Cristo; la arqueología oficial dice que los egipcios ganaron por dos milenios o más. En una fecha o en otra, el caso es que los mayas supieron calcular las mismas cifras. Como no usaban una aritmética de base 10 sino de base 20, dividieron el año en 18 uinales (“meses”) de 20 kines (“días) cada uno, lo que sumaba 360. Aplicaron la misma solución que los egipcios: hay 5 días que se quedan fuera del calendario, y que se dedican a actividades festivo-religiosas. Que durante las fiestas mayas se rezase en privado o se matase gente en público o se jugase al "hockey" con una pelota que si te toca te abrasa, no es el tema en este momento.



Con el tiempo, y gracias a los detallados informes anuales que archivaban los escribas, los egipcios vieron que la primera aparición de Sirio se atrasaba un día cada cuatro años. Los sacerdotes egipcios supieron calcular que el año equivalía a 365’2502 días. Pero no movieron un dedo por subsanar el error que se iba acumulando. Al contrario, dejaron que se acumulase hasta el extremo de que la festividad del año nuevo, instaurada con la aparición de Sirio en el solsticio de verano, acabó por celebrarse a mitad del invierno. Los sacerdotes no admiten modificar calendario. ¿Por qué? La explicación es obvia: porque así son solo ellos los que saben calcular con antelación en qué fecha caerá la inundación cada año. Así, todo el mundo, incluido el Faraón, depende de su sabiduría, transmitida exclusivamente a los alumnos menos propensos a irse de la lengua.

Llegamos al año 237 antes de Cristo. Ptolomeo III (bien asesorado por un cuarteto de astrónomos formados en Alejandría, de cuya biblioteca nombró director a Eratóstenes) intenta imponer el calendario alejandrino mediante el decreto de Canopus. En este calendario, cada cuatro años se añadiría un sexto día al quinteto de días festivos que cierran el ciclo anual, lo que prácticamente aseguraba que el año empezase siempre en el solsticio de verano y que calcular las fechas de las inundaciones pasese a ser trivial: siempre al empezar el año. A la reforma se opusieron los sacerdotes con todas sus fuerzas y el calendario alejandrino no llegó a cuajar entre la población, de modo que tras la muerte de Ptolomeo III, ocurrida el 222 antes de Cristo, no lo siguieron usando más que un puñado de astrónomos.

Y entonces llegaron los romanos.

A Julio César también le interesaba saber predecir fechas. Para él era crucial, por ejemplo, saber calcular cuántos días faltaban para que empezase a nevar en el alto Rin, ajustando así sus campañas bélicas contra las tribus germánicas a las épocas más adecuadas para su ejército, formado en su mayoría por hombres con sandalias y los brazos al aire, equipación inadecuada cuando la nieve te pasa del tobillo. Y le interesaba más aún poner de acuerdo a los que ya integraban el imperio. Estaban de acuerdo en hablar latín, en acomodarse al derecho romano, en la cuantía de los impuestos. Pero no lo estaban en lo referente al calendario, ni mucho menos. Los albos dividían el año en 10 meses de 36 días y los 5 restantes los ubicaban según la conveniencia de cada año, los labinios estaban convencidos de que un año duraba 374 días, los descendientes de los etruscos seguían usando un calendario estrictamente lunar... Por no hablar de los que aún no estaban conquistados del todo. Los celtas querían seguir usando sus propios calendarios druídicos, que añadían un mes lunar completo cada dos años solares y medio. Los pueblos germánicos del norte de la actual Alemania, vivían sus vidas indiferentes al número total de días del año: ellos siempre celebraban año nuevo en la primera luna llena tras el solsticio de invierno; que así unos años no llegasen a 360 días y otros pasasen de 370 les daba igual. No se depende de las crecidas del Nilo ni de la exactitud del calendario en un sitio donde llueve casi todas las noches.


Julio César, que pretendía unificar uno de los mayores imperios que ha visto la historia, debía estar harto de esta situación. También estaba harto de que los augures le predijesen la llegada de las nieves con un error de casi dos lunas completas.
Así que en un principio puede que fuese Cleopatra lo que más apreciaba en Egipto, pero su cabeza de estratega militar debió ponerse a hervir cuando vio a los sacerdotes egipcios haciendo predicciones astronómicas sin margen de error aparente. Encargó al astrónomo Sosígenes que investigase el asunto y este le presentó un informe indicando la conveniencia de que el imperio romano adoptase un invento egipcio de evidente utilidad militar: el calendario alejandrino que había intentado instaurar Ptolomeo III. Julio César debió imaginarse a sí mismo trasladando campamentos la mismísima víspera de que empezasen las nieves. Así, en el año 46 antes de Cristo, el calendario solar egipcio de 365 días más uno añadido cada cuatro pasa a ser el calendario oficial de la mayor potencia militar y expansiva del momento.
Julio César no peca de humilde: impone el uso del calendario alejandrino pero eso sí, cambiándole el nombre; se llamará calendario juliano, faltaría más.
Sosígenes añade un cambio crucial: no habrá días fuera del calendario; en su lugar, se totalizarán 365 intercalando meses de 30 y de 31 días. Seis por 30 más seis por 31 da 366 días, lo que se arregla dejando a Febrero con sólo 29. Es obvio que este calendario está completamente descuadrado de las fases lunares, pero cumplía el objetivo de predecir los cambios estacionales.

Pocos años más tarde, en el 8 después de Cristo, el calendario de 365 días más uno cada cuatro, distribuido en 12 meses alternos de 30 y 31 días, es impuesto en todo occidente por César Augusto. No es tan arrogante como Julio, no decide que el calendario se llame calendario augusto; se conforma con añadirle un día a su mes, Agosto, para no ser menos que Julio, que ya tiene 31. Lo compensa dejando a febrero con sólo 28. Si alguien pensaba que la razón de que febrero tenga 28 días era astronómica, que sepa que la razón es un capricho de César Augusto, emperador que da nombre a la ciudad que me vio nacer. Otro capricho: se fijó el inicio del año en enero, dejando a septiembre (séptimo), a octubre (octavo), a noviembre (noveno) y a diciembre (décimo) transformados en los meses 9º, 10º, 11º y 12º sin cambiarlos de nombre, que no deja de ser chocante. La posterior reforma gregoriana, en términos comparativos, sólo corregía un error menor y para lo que estamos discutiendo es irrelevante.

En pocas palabras, los romanos imponen al mundo el calendario alejandrino pero de paso lo hacen trizas. El alejandrino era un calendario perpetuo. El juliano-augusto-gregoriano es una chapuza infumable: los comienzos de año y mes pierden la regularidad que les daba el calendario alejandrino: cada año se corre el día de inicio de la semana en uno o dos días; cada mes comienza en días diferentes y cada mes contiene un número variable de días y de semanas. Perdón por usar la palabra semana; la justificaré enseguida.

Por si alguien se ha perdido, diré que los habitantes de un planeta sin satélites que diese justo cien vueltas sobre su eje en el tiempo que tarda en circunvalar su estrella, tendrían unos maravillosos calendarios decimales y perpetuos, con diez meses de diez días cada año.

En nuestro caso, el ciclo lunar equivale a 29’53 días y el ciclo solar (habría que distinguir tres, ya lo sé…) equivale a 365’25 días. Prescindiendo de los decimales, 29 es primo, o sea, indivisible. Y 365 no admite más divisores que 5 y 73.
Con estos números a la vista, Sosígenes se enfrentaba a algo imposible: los días del año no se pueden agrupar en doce clases (meses), ni se pueden agrupar en clases que contengan 29 elementos (fase lunar).

¿Cuál es la solución matemáticamente más sensata?
La que adoptaron egipcios y mayas: dejar días fuera del calendario. En Egipto: 12 meses de 30 días que totalizan 360 y se cierra el año con cinco días de fiesta y/o meditación. Los mayas: 18 meses de 20 días que totalizan 360 y se cierra el año con 5 días de fiesta y/o meditación.
Cada cuatro años, los días de fiesta y/o meditación son seis.
Sólo hay que optimizar las cifras, no el concepto.

Es la solución más simple si lo que se quiere es implantar un calendario perpetuo, que no necesite imprimirse nuevo cada año y que no haga que un mismo acontecimiento vaya variando de día de la semana (o incluso de fecha, como el domingo de resurrección) a lo largo de las décadas. El imperio romano, con la reforma definitiva de Augusto, estuvo a puntito de retomar esa idea: 10 meses de 30 días más dos meses de 31 (Julio y Agosto) lo que totaliza 362 y se cierra el año con tres días de fiesta y circo que están fuera del calendario: ni tienen nombre propio ni pertenecen a ningún mes ni descuadran el inicio del nuevo año. Cada cuatro años, los días de circo son cuatro en lugar de tres y así tampoco se descuadran las coincidencias astronómicas y climáticas. Estuvo a puntito de aprobarlo el césar Tiberio, que de joven estudió derecho y de mayor batió el record de decretos editados. Le faltó poco para volver al calendario alejandrino original.

Pero entonces aparecieron en escena los cristianos.

Su influencia fue creciendo desde nula (durante el mandato de César Augusto), mínima (Tiberio), incipiente (Calígula y Claudio), considerable (Trajano, Adriano, Marco Aurelio) y notable (durante el mandato de Diocleciano, que fue el último que intentó acabar con ellos usando ese método abominable que consiste en usarlos de comida para animales) hasta decisiva, cuando el emperador Constantino I el Grande, no parece que por devoción sino buscando elementos capaces de aglutinar a todos los hombres bajo un mismo ideal que tampoco es poca cosa, eleva el cristianismo al rango de religión oficial del imperio; lo cual fue ratificado por Teodosio I, con quien retomamos nuestra historia del calendario.


¿Por qué es de importancia capital que el imperio romano adopte como suya la religión cristiana, nacida a su vez del vientre de la religión judía? Porque aquí se acaba la posibilidad de dejar días fuera del calendario. “Durante seis días trabajó y al séptimo descansó” implica necesariamente que los días han de sucederse de siete en siete y sin interrupción, ya sea para dejar como día de descanso el sábado original o el domingo.

¡Lo que faltaba! El 7 no es divisor ni de 29 ni de 12 ni de 30 ni de 31 ni de 365.

Y así llegamos a nuestro actual y deplorable calendario: 365 días divididos en 12 meses (lo que supone 30’4167 días/mes) y agrupados en semanas de 7 días (lo que implica 52’1429 semanas/año o 4’3452 semanas/mes).

Ay, qué cosas, todavía hay quien se escandaliza ante la complejidad del calendario maya…


 ¡¡¡ Pero si el nuestro es peor !!!

El nuestro nos parece normal porque nos lo explicaron cuando éramos unos críos, como los verbos irregulares. Si alguien nos intentase explicar el calendario después de haber cumplido los cuarenta, pondríamos la misma cara que pone un adulto inglés matriculado en lengua española la primera vez que se enfrenta a nuestros aterradores verbos (quepo, cabes, cabe, cabemos, cabéis, caben, cupe, cupiste, cupo, cupimos, cupisteis, cupieron, digo, dices, dice, dije, dijiste, dijo, somos, seremos, fuimos, conozco, deduzco, enloquezco...)

Inciso irónico: con razón se ha elegido el inglés como lengua universal; su única dificultad consiste en hablar sin tragarte el chicle.

Voy a demostrar de una manera muy simple por qué nuestro calendario es una insensatez:
ejercicio 1: calcular en qué día de la semana caerá el 23 de agosto de 2098.
ejercicio 2: calcular en qué fecha caerá el décimoquinto miércoles de 2109.
ejercicio 3: calcular en qué fecha caerá el jueves santo de 2080.
ejercicio 4: si quedamos dentro de quinientos días, ¿en qué fecha cae?
ejercicio 5: ¿cuántos días han pasado desde que naciste?
ejercicio 6: si cumples 100 años, ¿en qué día de la semana caerá?

Un sacerdote maya se reiría de estas tonterías (de la última no porque nadie esperaba cumplir semejante burrada de años...) Con su sistema calendárico, este tipo de operaciones son sumas y restas inmediatas. Con el nuestro, no.

En serio, en serio, en serio: ¿alguien es capaz de resolver por sí mismo, sólo con papel, lápiz y calculadora, los 6 ejercicios propuestos en menos de media hora?
La mayoría de las personas se embarullan por culpa de los años bisiestos y acaban haciendo mal el cálculo.

Así empezó el calendario, en Egipto, confuso intencionadamente, para que sólo los sacerdotes supiesen predecir la próxima crecida del Nilo. En el imperio maya ocurría lo mismo: sólo los sacerdotes dominaban la forma de hacer estas cuentas con rapidez, sólo ellos sabían la manera de predecir el próximo eclipse, avisando a los incautos para que se resguardasen a tiempo…

Amigo mío, hemos llegado al meollo de la cuestión. El calendario no es una chapuza; al contrario, es una de las obras maestras del viejo arte de mantener al pueblo en la ignorancia, en el misterio, en la reverencia ante los insondables arcanos que solo los elegidos saben calcular.


¿En qué fecha caerá la tercera luna llena del año 2037?

Un sacerdote maya lo calcularía sin parpadear, como si tal cosa, entre sacrificio y sacrificio.
Y nosotros, embobados, temerosos, intentando empezar la cuenta sin saber muy bien cómo.

Ya basta, hombre, ya basta.

¿Hay que reformar el calendario? No, no hay que reformarlo.

¡Lo que hay que hacer es tirarlo a la basura!

Hay que deshacerse de este estorbo y cambiarlo por un calendario totalmente nuevo y que no resulte tan escandalosamente irracional como el que venimos usando.

Cabe hacerse esta pregunta: si adoptásemos un calendario racional, ¿nuestros descendientes nos lo agradecerían?
La respuesta es obvia: si son racionales sí y si no, no.

¿Y ya está inventado algún calendario racional?

Claro que sí. Isaac Asimov inventó dos. Uno suponiendo que los seres humanos sigamos en la Tierra y otro suponiendo que nos vayamos al espacio, en naves generacionales, sin rumbo, sin intención de volver.
Explicaré los dos calendarios en la próxima entrada.



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