Seguramente, yo estaba destinado a ser una persona normal y no un chiflado que pierde el tiempo escribiendo novelas de marcianos y de locos.
Pero hay traumas muy difíciles de superar, como la visión de un ovni a una edad tan temprana.
Sí… Eso es… La culpa la tiene aquel ovni...
Creo que era mi séptimo cumpleaños; lo cual, de ser cierto, situaría el encuentro en 1969.
No puedo saberlo con certeza porque la distorsión temporal es una de las secuelas que me dejó la visión de aquella cosmonave. Tampoco sé si la ocurrencia fue de mi padre, de mi madre o de mi abuela, aunque siempre sospeché de esta última: aquella capacidad suya para beber – ¡sin un pestañeo! – líquidos que estaban hirviendo, me provocaba serias dudas acerca de su origen planetario.
De una remota aldea de Lugo... Sí, sí, de Lugo...
El caso es que me habían comprado como regalo de cumpleaños un juguete de plástico oscuro, que algún agente de la NSA – National Security Agency – había diseñado con la típica imagen de un platillo volante; con profusión de luces de colores, con una cúpula transparente para que se viese el humanoide que iba sentado a los mandos y con unas ruedas en la panza para que pudiera moverse libremente, aunque sólo fuese a ras de suelo.
Esperaron a que estuviese bien dormido, lo pusieron en marcha, lo metieron debajo de mi cama y se fueron al pasillo. ¡Todo ello sin encender ninguna luz!
Hasta esa noche, yo disfrutaba de un sueño profundo.
Oí ruidos.
Lo primero que pensé fue que un gato – alimentábamos y rascábamos a unos cuantos que entraban y salían a su bola – se había metido debajo de mi cama a desempeñar alguna tarea nocturna propia de su especie, como cantar gospel a grito pelado o disputar torneos de arañazos en la cara.
Luego pensé que los gatos suelen hacer “mmrrrramiau”, o “miauu” o “mmrrññenn” pero es muy extraño que hagan “ñok, ñak, ñok, ñak, ñok, ñak”. Por no hablar de la remota posibilidad de que hagan “bip, bip, tong, tong, bip, bip, tong, tong”.
Abrí los ojos.
Una luz verde se movía por las baldosas. ¡Y giraba!
De pronto, la luz que bailoteaba por el suelo fue amarilla. Y luego azul.
En medio de la oscuridad.
Bip, bip, ñok, ñak, tong, tong.
¿Por qué será que de mayor escribo cócteles de ciencia ficción y terror?
La luz se movía. Azul, verde, blanca. Giraba. Iluminaba las patas de la silla en cuyo respaldo dormía mi jersey gris de portero menos goleado de la liga infantil.
La curiosidad pudo más que yo. Quería saber quién hacía esos ruidos bajo mi cama.
Con las piernas sobre el colchón y doblándome por la cintura, me asomé y miré.
Un platillo volante, con una banda giratoria de bombillas multicolores, recorría el contorno de la pared.
Ñak, ñok, ñak, ñok. Las ruedas se quejaban al girar.
Y entonces lo vi. A través del cristal de la carlinga, lo vi. Y sus ojos me miraron. Y ya nada fue igual.
Quedé marcado de por vida. A fuego. Como una res.
No hay comentarios:
Publicar un comentario