viernes

13: Bobby Fischer, la leyenda del ajedrez.


(I)
En casi cualquier actividad humana que nombremos, hay leyendas: personas que alcanzaron un nivel tan espectacular que quienes las vieron en activo recuerdan sus proezas como si hubieran sucedido ayer mismo. 
Permanecen — cito a Borges — inmunes a la trágica erosión de los años, libre su memoria de porosidad frente al olvido”. 
Así, por nombrar un ejemplo muy fácil, millones de aficionados al boxeo piensan que Mohamed Alí sigue siendo “el más grande”, sin que importen los 44 años transcurridos desde su último combate.


O, por poner otro ejemplo muy obvio, son incontables las personas que sonríen con desdén si se les pide que comparen cualquier voz actual con la voz de Elvis Presley, “el Rey”.




     En ajedrez, la leyenda inmortal es Bobby Fischer. 

     Jugó su última gran partida en 1972, pero ese pequeño detalle no es relevante para los incontables aficionados que lo consideran el mejor ajedrecista de todos los tiempos. ¿Quién más apropiado que él para dedicar otra entrada de "Así es la vida" a ese inabarcable laberinto llamado ajedrez?
Robert James Fischer nació el 9 de marzo de 1943, en Chicago. Su madre, Regina Wender, y su padre, Gerhart Fischer, llevaban vidas separadas desde 1940, de modo que llegar a la conclusión correcta es muy fácil: Bobby creció con la figura de un padre ausente al que jamás conoció y que en verdad ni siquiera era su padre. Creció con su hermana Joan, seis años mayor que él, y con una figura materna muy fuerte, muy inquieta y muy vigilada por el FBI: Regina es licenciada en Medicina con sobresaliente por la Universidad de Moscú, sigue defendiendo tesis comunistas aunque ahora viva en los Estados Unidos, habla con la misma fluidez inglés, alemán y ruso, se ha instalado a vivir en una callejuela de Brooklyn, va a clases de español y se relaciona cada vez más con hispanos. A ojos del FBI, todo un fichaje.


Es Joan quien un día sube a casa con un pequeño ajedrez de juguete que le han regalado en la pastelería por comprar una caja de dulces. Con el ajedrez viene incluido un librito de instrucciones que resume el reglamento. Fischer, que aún no ha cumplido seis años, señala las piezas y pregunta a su hermana: “¿Qué son esas cosas?”
Hay momentos que te marcan para siempre. Si su hermana no hubiera entrado en la pastelería, Fischer no sería Fischer. El ajedrez pasa a ocupar toda su mente: sus días transcurren en el más absoluto silencio sin más compañía que el tablero y las piezas. Alarmada por el comportamiento asocial de su hijo, Regina lo lleva a psiquiatría con nueve años recién cumplidos. El informe dice: “Ahora mismo no demuestra el más mínimo interés por nada que no sea el ajedrez, pero creemos que con los años se le pasará la obsesión.”
No puede decirse que los psiquiatras acertasen en su pronóstico. A los 14 años abandona el colegio; quiere concentrarse en el ajedrez, el resto del universo le da igual. Con 15 obtiene el título de Gran Maestro. 



Con 17, dado que su madre y su hermana deciden cambiar de aires, se queda a vivir solo en su pisito de Brooklyn; no le preocupa: participa en tantos torneos que con lo que gana le llega para vivir. A los 20 años dice esto: “Los días que dedico al ajedrez menos de catorce horas, me siento fatal”. A los 21, descubre la manera de que le envíen a EEUU los textos ajedrecísticos que se publican en la URSS, así que aprende ruso en menos de tres meses para poder leerlos. Motivación, se llama.
Tras haberse proclamado ocho veces “Campeón de EEUU”, en 1971 llega la hora de la verdad: se clasifica para la fase final del “Torneo de Candidatos”. Primero, deberá vencer a Taimánov; si le gana, a Larsen; y si derrota a Larsen, a Petrossian. La élite de la élite. Quien supere la criba, intentará quitarle el título al campeón, Spassky.

(II)
Taimánov llegó a Vancouver convencido de que Fischer no tenía nada que hacer. Disponía de un gran equipo de analistas mientras Fischer viajaba sin más apoyo que el viejo ajedrez de plástico que llevaba a todas partes. Lo que demostraba, a juicio de Taimánov — hombre maduro, serio, culto, concertista de piano —, que se iba a enfrentar a alguien que en el fondo no era más que un niño. 


Al final de las seis primeras partidas, el niño había barrido a Taimánov con un marcador nunca visto a nivel de grandes maestros: 6 a 0.

“Cuando alcanzas a comprender qué está tramando Fischer con sus movimientos — dijo después Taimánov — ya es tarde, ya estás muerto”.

En Moscú se encendieron todas las luces de alarma. Las más altas esferas del Kremlin activaron sus mecanismos: los comisarios políticos convirtieron a Taimánov en un paria (incluso se le prohibió volver a tocar el piano en público) y recordaron a Petrossian y a Spassky que perder frente a un estadounidense es, siempre y en toda circunstancia, inaceptable.
Primero tendrá que ganarle a Larsen”, dijo alguien. Tres meses después, en Denver, Larsen sucumbía sin paliativos: 6 a 0 en seis partidas.




“Larsen intentó cazarme con jugadas que debían parecerle muy raras, pero yo las tenía todas analizadas de antemano. Todo lo que intentó, estaba en mi biblioteca mental de posiciones conocidas y resueltas.” — explicó Fischer a un asombrado grupo de ajedrecistas. En el fondo, él también era hijo de la escuela soviética: todos los análisis que se publicaban en las revistas de ajedrez soviéticas, quedaban grabados en su memoria con la fiabilidad de un disco duro.

“El ajedrez que desplegó Fischer en las seis partidas que ganó a Larsen, fue más propio de una computadora moderna que de un ser humano.” — sentenció Kaspárov en 2007 — “Algunas de las jugadas que hizo demuestran que en su memoria estaban perfectamente archivadas miles de variantes. Eso explica que nunca tuviese problemas de tiempo: jugaba tan rápido porque casi nadie era capaz de jugarle líneas que no supiese.”

Petrossian, ex-campeón mundial, sintió que el universo entero se le caía sobre los hombros. Cuando perdió con Spassky, todó quedó en casa. La corona pasaba de un soviético a otro: un bonito titular para Pravda. Pero perder contra Fischer era algo que no quería ni imaginar. Viajó a Buenos Aires recordándose a sí mismo que era el rey universal de las murallas defensivas. Le sirvió de poco: con Fischer perdió por seis y medio a dos y medio.

Jugar contra Fischer es como estar en medio de una pesadilla y no poder despertar”, dijo, tal vez con la esperanza de que los comisarios políticos se apiadasen de él. Pero los comisarios políticos ya estaban concentrados en mentalizar a Spassky: “Sólo quedas tú, camarada. A ver cómo te portas.”
Boris Spassky era un perfecto caballero, siempre afectuoso y cordial, que trataba a todo el mundo con una amabilidad y una buena educación exquisitas y cuyo mayor placer en la vida consistía en hacer regalos a amigos y familiares. 


Aunque parezca contradictorio, al sentarse frente a un tablero de ajedrez se transformaba en un asesino implacable. Sus piezas no ganaban a las tuyas: las descuartizaban y luego las esparcían. Cada mañana se entrenaba jugando una simultánea contra veinte tableros de primer nivel, que se esforzaban a muerte porque sabían que ascenderían en el escalafón soviético si alguno lograba ganarle; incluso arañarle un empate tenía premio. A última hora, las autoridades soviéticas le obligaron a jugar contra la figura emergente, Anatoly Kárpov, un joven enclenque que lo observaba todo con la atención de un búho. Spassky le ganó sin necesidad de pisar el acelerador a fondo y pidió que lo dejasen en paz, que ya estaba más que preparado para enfrentase a Fischer.

(III)
La final se jugó en Reykiavik, la capital de Islandia, cuyo aeropuerto colapsó ante la llegada casi simultánea de dos mil trescientas personas. Tanto Spassky como Fischer declararon que aquello sólo era ajedrez, que ganase quien ganase el mundo seguiría dando vueltas, pero los periodistas presentaron la final al mundo como si fuese la guerra. URSS contra EEUU. Guerra total. Guerra sin cuartel. Sobre todo, guerra psicológica. Tal vez no eran conscientes de que en la guerra psicológica Fischer era el amo. No lo hacía de forma consciente, pero su comportamiento excéntrico, esquivo e imprevisible, su indiferencia ante las normas de etiqueta, su manera de andar a zancadas de metro y medio, su exasperante capacidad para permanecer impasible y mudo mientras la gente le hablaba, formaban un combinado que ponía nervioso a todo bicho viviente. De hecho, los nervios de Spassky no superaron la prueba. 

     Primera partida. Fischer hace un movimiento completamente absurdo, que deja a todo el mundo “buscando el fantasma oculto en aquella jugada incomprensible”. Spassky piensa diez minutos sin cambiar el gesto, acepta la pieza que Fischer acaba de regalarle y gana la partida. Aparentemente, las cosas empiezan bien para Spassky, pero está tan extrañado por lo ocurrido que esa noche apenas consigue dormir tres horas. Tengamos en cuenta que solía decir: “Dormir bien es la mitad de mi entrenamiento.”

     Segunda partida. Fischer no aparece. Se queda encerrado en su habitación del hotel. Envían a uno de los organizadores. “Está tumbado en la alfombra. Dice que está meditando.” Esto obliga a Spassky a pasarse una hora a solas frente al tablero, con todas las cámaras del mundo enfocando su rostro. Finalmente, el árbitro certifica la derrota por incomparecencia. El marcador decía que Spassky ganaba 2 a 0, pero esa hora esperando en vano — él era la encarnación de la puntualidad — le rompió los nervios.

     Tercera partida. Fischer exige jugar en una habitación con aislante acústico. Los delegados soviéticos le dicen a Spassky que se niegue, que solo con eso ya tiene el título en el bolsillo, pero Spassky es un deportista honrado hasta el tuétano; no quiere ganar en los despachos, quiere ganar en el tablero. Juegan en la habitación aislada y Fischer, que lleva media vida rodeado de silencio, se concentra mejor y gana.

     Cuarta partida. Fischer vuelve a llegar tarde. “Me estaba duchando. Me encantan las duchas de este hotel.”, dice. A Spassky le chirrían los dientes. Empate.

     Quinta partida. Spassky, que está claramente muy nervioso, se mete en un lío gigantesco y acaba perdiendo.

     Y llegó la sexta partida…


La partida de la sublime perfección. Una partida del más altísimo nivel, que Fischer acabó rematando con la precisión de un autómata programable. Y ocurrió lo que no había ocurrido jamás en ningún torneo: antes de darle la mano a su rival, Spassky se puso en pie y aplaudió, emocionado ante el nivel extraterrestre de aquel joven desgarbado y silencioso. Un gesto sincero de admiración, que jamás le perdonaron las autoridades soviéticas. 
Por una vez en la vida, Fischer pidió hablar a la prensa. Los periodistas acudieron en masa a la sala de conferencias, intrigados. 

Spassky sí que es un señor, fue todo lo que dijo Fischer. Se levantó y se fue.

Pese a la tenacidad de Spassky, Fischer acabó ganando el título de Campeón del Mundo, once partidas después. Ya no podía subir más alto. ¿Y cómo reaccionó al mal de altura? Aislándose del mundo, ensimismándose más que nunca en interminables partidas contra sí mismo y negándose a volver a participar en torneo alguno. No funcionaba con los parámetros habituales: le ofrecieron una cantidad astronómica de dinero por anunciar un champú y se negó diciendo “Ya he probado esa marca y es malísima”.
En marzo de 2005, se acabó de desconectar: aquejado por una gravísima psicosis persecutoria (“Sé que los americanos, los rusos y los japoneses quieren matarme”, fue una de sus últimas declaraciones), se instaló a vivir en Islandia, en la casa más aislada que pudo comprar. Su último año de vida se lo pasó buscando la compañía de los caballos y eludiendo la de los humanos, como ya hiciera el cirujano Lemuel Gulliver, ese infatigable viajero inventado por Jonathan Swift.


(IV)
Volvamos al principio…
...Puedes insistir cuanto quieras en la fortaleza física de los boxeadores actuales y en la dureza de sus entrenamientos; no faltará quien te diga “Mohamed Alí les habría partido la cara a todos a la vez y con una mano en la espalda”.
     ...Puedes elegir al cantante que quieras, da igual si canta heavy-metal, ópera o merengue, no importa, elige uno, el que quieras; no faltará quien te diga “Coges quinientos como éste y entre todos no juntan la voz de Elvis”.
Puedes alegar que los ajedrecistas del siglo XXI son tan sólidos en defensa como planchas de plomo y puedes insinuar que existe Alpha-Zero, ese monstruo cibernético cuyo ajedrez está más allá de la mente humana; da igual a quiénes nombres; no faltará quien te diga “Fischer los habría hecho papilla a todos sin bajarse del autobús”.
Es lo que tienen las leyendas. Han dejado de vivir en el mundo físico, con sus lamentables imperfecciones. Han pasado a formar parte del universo platónico, cuyos habitantes son tan puros como imaginarios. 
Ya no les influye — cito a Ernesto Sábato — el remoto rumor de la realidad”.


     (V)
     Pensaba poner el punto y final con la frase de Sábato, pero voy a añadir una anécdota a todo lo anterior.
     Se ha escrito mucho sobre la memoria de Bobby Fischer. Que tenía memorizadas incontables partidas de ajedrez no lo discute nadie, pero... bueno, al fin y al cabo era lo suyo. Hay quien no termina de ver nada excepcional en la capacidad de memorización que tenía Bobby Fischer. Piensan que a lo mejor no era capaz de memorizar otra cosa que no fuesen tableros de ajedrez, como si formase parte de esa variante de autista que alcanza la genialidad en una actividad concreta y para todo lo demás parece no tener capacidad alguna.
     Les invito a reflexionar sobre la siguiente anécdota, verídica sin discusión. Sus protagonistas, padre e hija, la han relatado muchas veces.
     Cuando Fischer llegó a Islandia con intención de quedarse allí a vivir, no sabía islandés. Sabía inglés, ruso y un poquito de alemán. Llevaba pocos días en Islandia cuando una mañana necesitó decirle algo al dueño de la casa donde se había instalado provisionalmente. El dueño vivía en otra casa de su propiedad, a trescientos metros o algo parecido. Fischer se dio un pequeño paseo y llamó a la puerta de su casero. Le abrió una niña, que le habló a Fischer en islandés sin que éste entendiese nada y que le acabó explicando por gestos que esperase, que su padre se había ausentado pero volvería pronto.
     Cuando volvió, este hombre - que hablaba inglés perfectamente - le dijo a Fischer en inglés: "Veo que ya has conocido a mi hija".
     "Sí", dijo Fischer, "pero vas a tener que traducirme lo que me ha dicho porque me ha hablado en islandés y no he entendido ni papa. Me ha dicho esto: <<................................>>".
     Y repitió las frases que le había dicho la niña, tal como las había pronunciado ella, igual que si hubieran quedado grabadas en una cinta magnética.


     Allí está enterrado. En Islandia.




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