No son pocos los autores que han intentado explicar el proceso creativo que va desde un puñado de palabras
"Estaba sediento. Pero su sed no podía aliviarse con agua; necesitaba sangre."
hasta una novela terminada, con su título "Los herederos del vampiro" y su frase final
"Entre los dos, a las doce en punto de la noche, consiguieron empujar la tapa del ataúd y cerrarla. FIN."
Las explicaciones mejores son las metafóricas, como la que propone Stephen King en su libro "Mientras escribo".
Las historias son fósiles que están enterrados. A veces muy hondo, obligándote a manejar maquinaria pesada y a sudar la gota gorda; otras veces, están a ras de superficie, como deseando salir a la luz.
El escritor es el que empieza por localizar todos los huesos del fósil, luego se empeña en desenterrarlos - durante días, semanas, meses, años o décadas - y finalmente se encierra en casa dispuesto a montar con ellos un esqueleto, a recubrirlo con piel o escamas o plumas y a pintarlo para que parezca un animal, más o menos antediluviano, más o menos horripilante, pero en todo caso digno de exponerse en una vitrina.
Pero también puede ocurrir que aparezcan en la excavación metacarpos tan gordos como barriles, tibias gigantescas o clavículas que podrían servir de puntales en la construcción de un puente.
Y entonces, sin dejarse asustar por la magnitud del hallazgo, hay que poner manos a la obra y ensamblar el esqueleto completo; aunque nos sintamos muy pequeñitos ante una tarea tan abrumadora, aunque ya a medio montar parezca que el monstruo no va a caber en ningún sitio, aunque presente unas fauces aterradoras.
Y aunque - esto es lo peor - nos invada cada tarde la horrible sensación de que no le va a gustar a nadie.
En todo caso, los huesos están ahí, a tu alrededor. Gritando.
¿No los oyes?
He ahí otra definición de escritor. Escritor es el que oye gritar a los huesos. Y cada día tiene que encontrar tiempo - como sea - para ponerse a escarbar.
O los huesos seguirán aullando toda la noche.
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